También cubrieron con telas ásperas el altar, y a una voz clamaron con fervor al Dios de Israel pidiéndole que no permitiera que, para alegría de los paganos, sus niños fueran arrebatados, sus mujeres raptadas, las ciudades de su patria destruidas, y el templo profanado y deshonrado.
También cubrieron el altar del templo con telas ásperas, y le pidieron a Dios protección. Y es que temían que sus enemigos se burlaran de ellos, les quitaran a sus hijos y se llevaran a sus mujeres. Sabían que los enemigos destruirían las ciudades que habían heredado y adorarían a sus dioses en el templo. En Jerusalén y en toda Judea, la gente ayunó durante muchos días delante del templo del Dios todopoderoso. Por su parte, Joaquín, el jefe de los sacerdotes, junto con los demás sacerdotes y los que trabajaban en el templo, reconocieron ante Dios que sin su ayuda estaban perdidos. Entonces se vistieron con ropas ásperas para hacer los sacrificios de cada día, y para recibir las ofrendas que el pueblo voluntariamente le llevaba a Dios. Además se echaron ceniza sobre la cabeza, y con todas sus fuerzas le pidieron a Dios que protegiera al pueblo de Israel. Dios vio el sufrimiento de su pueblo y escuchó sus oraciones.