Así, los sacerdotes dejaron de mostrar interés por el servicio del altar, y ellos mismos, despreciando el templo y descuidando los sacrificios, en cuanto sonaba la señal se apresuraban a ayudar a los luchadores a entrenarse en los ejercicios prohibidos por la ley.
Hasta los mismos sacerdotes llegaron a sentir que su servicio en el altar era algo sin importancia. Ya no les importaba el templo ni los sacrificios. Les importaba más el lanzamiento del disco y otras competencias deportivas, aunque éstas estaban prohibidas por la ley de Dios.