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Cuando yo era joven y estaba en mi tierra, en Israel, toda la tribu de Neftalí, a la cual pertenezco, se había separado de la dinastía de David y de Jerusalén. Sin embargo, Jerusalén era la ciudad escogida entre todas las tribus de Israel como lugar donde ellas debían ofrecer sus sacrificios. Allí había sido construido el templo donde Dios habitaba y que había sido dedicado a él para siempre. En todos los montes de Galilea, todos mis parientes, y en general la tribu de Neftalí a la que pertenezco, ofrecían sacrificios al becerro que Jeroboam, rey de Israel, había mandado hacer en Dan.

Muchas veces, yo era el único que iba a Jerusalén en las fiestas, como se ordena que lo haga siempre todo el pueblo de Israel. Me iba de prisa a Jerusalén a llevar los primeros frutos de mis cosechas, las primeras crías y la décima parte del ganado, y la primera lana que recogía de mis ovejas.

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