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Tú afirmas: “Lo que digo es la verdad.
No tenga nada de qué avergonzarme.”
¡Cómo quisiera yo que Dios hablara
y que con sus propios labios te acusara;
que te revelara los secretos de la sabiduría,
y te hiciera ver el otro lado de la moneda!
Verías entonces que Dios no te ha castigado
como realmente lo merece tu maldad.

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