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un pueblo que me andaba provocando
cara a cara, sin descanso,
que sacrificaba en jardines sagrados,
que ofrecía incienso sobre ladrillos,
que frecuentaba cuevas sepulcrales
y pernoctaba dentro de las grutas,
que comía carne de puerco,
con caldo impuro en sus platos,
que decía: “No te acerques,
no me toques, que estoy consagrado”.
Todo esto enciende mi cólera,
como un fuego que arde sin parar.

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