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Eran generales vestidos con sus uniformes púrpura, gobernantes y oficiales, todos de lo mejor de la caballería y de los jinetes. Así, Aholá se entregó a lo mejor de los asirios, a quien quiso, y se contaminó con sus repugnantes ídolos. No dejó la prostitución que había empezado en Egipto, desde que dormían con ella en su juventud. Ella se ha acostado con muchos, que le acariciaron sus pechos virginales y descargaron su pasión en ella.

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