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Tuvieron que rendirse ante reyes extranjeros,
los cuales prendieron fuego
al templo y a la ciudad,
y dejaron desiertas las calles.
Todo esto les sucedió
por maltratar al profeta Jeremías,
a quien Dios había elegido
desde antes de su nacimiento
para destruir o derribar,
pero también para levantar y reconstruir.

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