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II.— LOS SIETE SELLOS (4,1—8,1)

El trono de Dios

Después de todo esto tuve una visión. Vi una puerta abierta en el cielo, y aquella voz como de trompeta que me había hablado primero, me dijo:

— Sube aquí, que voy a mostrarte lo que tiene que suceder en adelante.

Al instante caí en éxtasis, y vi un trono colocado en medio del cielo y alguien sentado en él. El que estaba sentado resplandecía como el jaspe y el sardonio, mientras un halo de color esmeralda rodeaba el trono alrededor. Rodeando también el trono había otros veinticuatro tronos y, sentados en ellos, veinticuatro ancianos vestidos de blanco y ceñidas sus cabezas con coronas de oro. Relámpagos y truenos fragorosos salían del trono ante el que ardían siete lámparas, que eran los siete espíritus de Dios; y un mar transparente, como de cristal, se extendía también delante del trono. En medio del trono y a su alrededor había cuatro seres vivientes, todo ojos por delante y por detrás. El primero era semejante a un león; el segundo, como un toro; con rostro como de hombre el tercero; y el cuarto, semejante a un águila en pleno vuelo. Cada uno de los cuatro vivientes tenía seis alas y eran todo ojos por fuera y por dentro. Día y noche proclaman sin descanso:

— Santo, santo, santo,
Señor Dios, dueño de todo,
el que era, el que es,
el que está a punto de llegar.

Y cada vez que los cuatro vivientes tributan gloria y honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por siempre, 10 los veinticuatro ancianos caen de rodillas ante el que está sentado en el trono, adoran al que vive por siempre y arrojan sus coronas a los pies del trono, diciendo:

11 — Señor y Dios nuestro:
¡Nadie como tú merece recibir
la gloria, el honor y el poder!
Porque tú has creado todas las cosas;
en tu designio existían,
y conforme a él fueron creadas.