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Así que la alegría de la victoria se tornó en tristeza para todo el pueblo. Fue un día muy triste porque el pueblo sabía que el rey estaba muy triste por su hijo. El pueblo entró en silencio a la ciudad, como si hubiera sido derrotado en batalla y hubiera tenido que huir. El rey se había cubierto la cara y lloraba amargamente: «¡Ay, Absalón, hijo mío! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!»

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