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Un cierto Alcimo, que anteriormente había sido sumo sacerdote, pero que en lugar de evitar el contacto con los paganos había voluntariamente incurrido en impurezas, comprendiendo que de ningún modo podía salvarse ni volver a oficiar en el sagrado altar, se entrevistó con el rey Demetrio hacia el año ciento cincuenta y uno; le regaló una corona de oro, una palma y, además, los ramos de olivo que era costumbre que el templo ofreciera; y por el momento no dijo palabra.

Pero encontró una ocasión propicia para sus insensatos propósitos: Demetrio lo llamó a una reunión de sus consejeros, y le preguntó sobre las disposiciones y planes de los judíos. Alcimo respondió:

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