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Aquel día estaba allí uno de los oficiales de Saúl, que había tenido que quedarse en el santuario del Señor. Se trataba de un edomita llamado Doeg, que era jefe de los pastores de Saúl.

Más tarde, David le preguntó a Ajimélec:

―¿No tienes a mano una lanza o una espada? Tan urgente era el encargo del rey que no alcancé a tomar mi espada ni mis otras armas.

El sacerdote respondió:

―Aquí tengo la espada del filisteo Goliat, a quien mataste en el valle de Elá. Está detrás del efod, envuelta en un paño. Puedes llevártela, si quieres. Otras armas no tengo.

―Dámela —dijo David—. ¡Es la mejor que podrías ofrecerme!

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