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Varias veces le habían encadenado las manos y le habían puesto hierros en los pies, pero el hombre rompía las cadenas y destrozaba los hierros. Nadie podía controlarlo. Vagaba por las colinas y las cuevas de día y de noche, siempre gritando y cortándose con piedras.

Cuando el hombre vio a Jesús a lo lejos, fue a él corriendo, se postró ante él

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