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Voló entonces hacia mí uno de los serafines, con un ascua en su mano; la había tomado del altar con unas tenazas y la puso en mi boca diciendo: “Al tocar esto tus labios, tu culpa desaparece, se perdona tu pecado”.

Oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros? Contesté: “Yo mismo. Envíame”.

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