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Entonces miré y vi que el templo, el tabernáculo del testimonio, que está en el cielo, quedó abierto de par en par. Los siete ángeles que tenían la tarea de esparcir las siete plagas salieron del templo vestidos de lino blanco resplandeciente y con el pecho ceñido con cintos de oro.

Uno de los cuatro seres vivientes entregó a cada uno de los siete ángeles una copa de oro llena del furor del Dios que vive por los siglos de los siglos.

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