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Tan lleno de su gloria estaba el templo que los sacerdotes no podían entrar en él. Al ver los israelitas que el fuego descendía y que la gloria del Señor se posaba sobre el templo, cayeron de rodillas y, postrándose rostro en tierra, alabaron al Señor diciendo: «Él es bueno; su gran amor perdura para siempre».

Entonces el rey y todo el pueblo ofrecieron sacrificios en presencia del Señor.

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